
El Csáky–Hunyady-kastély, en la encantadora localidad húngara de Szikszó, no es otro castillo barroco ostentoso sin más; es una crónica viva, donde la grandeza desvanecida de la nobleza se mezcla con el murmullo de la vida cotidiana y las risas de los niños del pueblo. Reposado y discreto en el noreste de Hungría, este castillo ha sido escenario de bailes de gala, intrigas familiares, ocupaciones, revoluciones y, sobre todo, resiliencia. Si alguna vez has querido pelar las capas de la historia húngara con tus propios ojos —y no solo leyendo sobre ella—, aquí tienes tu oportunidad.
Primero, hablemos de nombres. El castillo es más conocido como Csáky–Hunyady-kastély, un guiño a las familias Csáky y Hunyady, que marcaron su destino. Las raíces de la finca se remontan a principios del siglo XVIII, cuando el conde Antal Csáky —una figura relevante en la Hungría de los Habsburgo— eligió Szikszó como sede para la nueva casa familiar. La mansión original, construida hacia 1720, era modesta comparada con las ampliaciones posteriores, pero estableció un hito esencial en la zona. Con el tiempo, y especialmente bajo el mecenazgo de la familia Hunyady, la propiedad se transformó en un bello ejemplo del Barroco húngaro, generosamente embellecido con estucos característicos y fachadas envolventes. A diferencia de muchos castillos que dominan sus ciudades desde lo alto, el Csáky–Hunyady se asienta dócil, casi oculto entre árboles altos y praderas suaves, lo que hace aún más sorprendente tropezarte con su serena presencia de otro tiempo.
Pasear por los terrenos del castillo es seguir las huellas de generaciones de aristócratas húngaros, pero también asomarse a cómo ha cambiado la región. En el siglo XIX, en parte gracias a los esfuerzos de la familia Hunyady, el castillo floreció como verdadero centro social. Bailes de gala y cacerías llenaban salones y jardines de música y jolgorio. Sin embargo, el siglo XX trajo relatos distintos a sus muros. Como tantas casas señoriales de Hungría, la Segunda Guerra Mundial y su estela alteraron el destino del castillo: la nacionalización, las políticas socialistas y un nuevo orden de prioridades hicieron que sus boudoirs y galerías se usaran como ayuntamiento, escuela y otros fines públicos. Hay un encanto extraño en esa incongruencia: techos elaborados observando el paso silencioso de escolares, o un parquet marcado por pasos diminutos y por las zancadas firmes de funcionarios de otro tiempo.
Y es justamente esa mezcla —el esqueleto aristocrático con un alma vivida— la que hace que la visita sea tan absorbente. No, no es una pieza de museo impoluta y recién restaurada. Su pátina es auténtica, algo áspera en los bordes, pero generosa en historias para quien se detiene con curiosidad. Si te pierdes por los jardines, quizá descubras restos de parterres pintorescos, antes trazados con precisión geométrica y hoy más sueltos, con flores silvestres salpicando los prados. Los tilos de verano y los castaños otoñales proyectan sombras cambiantes sobre los muros, donde las grietas y el musgo solo subrayan el paso del tiempo.
Dentro, las salas resuenan con algo más que historia. Con suerte, coincidirás con algún evento local —una feria de artesanía, una pequeña exposición, una reunión comunitaria— porque el castillo sigue siendo un espacio vivo para la gente de Szikszó. Fíjate en las escaleras de piedra gastada y en los detalles de época: puertas pesadas que crujen al empujarlas; frescos desvaídos asomando entre capas de reformas; y de vez en cuando un guiño barroco entre superficies más sobrias impuestas por las remodelaciones del siglo XX. Cada elemento se siente como una pista en un archivo abierto y coral, donde cuentan tanto las historias nobles como las de la gente común.
Más allá de los muros, la propia Szikszó invita a quedarse: compacta, cercana y con un ritmo de vida tranquilo. Después de recorrer el castillo, tómate un café o un lángos en la plaza, o pregunta a algún vecino por las leyendas y cuentos populares ligados a la finca. Hay una honestidad aquí —en el estado del castillo y en la hospitalidad local— difícil de encontrar en los palacios más grandilocuentes y turísticos de Hungría. Este lugar no solo recompensa a amantes de la arquitectura o frikis de la historia; atrae a cualquiera que disfrute de rincones donde las capas del tiempo quedan un poco sueltas, listas para ser exploradas.
Así que, si tienes una tarde libre —o mejor aún, un fin de semana sin prisas—, déjate llevar por el Csáky–Hunyady-kastély, empapándote del baile cambiante de luces y sombras sobre sus muros envejecidos. No solo saldrás con información: te irás con la sensación de haber sido, por un instante fugaz, parte de la historia.





