
Fekete-kastély, o el Castillo Negro, se esconde en el tranquilo pueblo a orillas del lago de Balatonederics, a un paso en coche del ajetreo playero y los veraneantes del lago Balatón. Al plantarte frente a su fachada imponente, es como salir de la orilla alegre del lago y entrar en un capítulo en penumbra de la historia húngara. Incluso para los locales, el Fekete-kastély es una presencia enigmática: a la vez grandiosa, sombría e irresistiblemente intrigante.
La historia del castillo arranca en 1880, cuando lo encargó el excéntrico y solitario barón Károly Uzsoki. Era un hombre de gustos curiosos, obsesionado con la arquitectura gótica y el romanticismo oscuro en una época en la que la región se rendía a las villas neoclásicas y luminosas. Su personalidad taciturna se nota desde fuera: la piedra gris negruzca contrasta con las casas lacustres, pasteles y soleadas, que la rodean. Al acercarte, se te van los ojos a la forja de hierro, a la hiedra retorcida y a las estatuas vigilantes de las puertas: telón de fondo perfecto para cualquier buen cuento de fantasmas húngaro.
Pero aquí hay mucho más que opulencia desvaída. El castillo es célebre en la zona no solo por su aire espectral, sino por los acontecimientos reales que irradiaron desde sus habitaciones. A finales del siglo XIX, una cadena de muertes sin resolver y sucesos extraños cimentó la fama “embrujada” del Fekete-kastély. El barón original murió de forma inexplicable, y corrieron rumores de duelos, traiciones y pasadizos secretos. Con las décadas, el edificio cambió varias veces de manos: cada dueño hechizado por su grandiosidad solitaria, y cada uno sumando otra capa al mito. Algunos susurraban que el castillo estaba maldito, o que, como mínimo, traía una suerte pésima.
Dentro, la atmósfera pesa tanto como su exterior sugiere: sombras frescas en pasillos altos y crujidos a cada paso. Aun así, el edificio es una cápsula fascinante de la vida aristocrática húngara en su versión más idiosincrática. Las escaleras principales son debidamente majestuosas, con barandillas de madera ennegrecida y motivos florales ornamentales. Todavía asoman trazas de Art Nouveau—vidrieras delicadas y tallas que pugnan por salir entre capas de polvo. Puedes tropezarte con un salón de baile desvaído, con acústica hecha para valses en susurro, o con una biblioteca de estanterías rebosantes de papeles y libros centenarios. Lo más hipnótico quizá sea la luz filtrándose por vitrales, salpicando de color el papel pintado desconchado y la piedra.
Pese a sus vaivenes, el castillo se conserva sorprendentemente intacto, una rareza en una región donde los palacetes suelen pulirse de cara al turista. Parte del encanto del Fekete-kastély es esa historia cruda, sin barnices. Dicen que aún corren pasadizos ocultos tras ciertos muros—construidos, según cuentan, para amores clandestinos o como vías de escape en tiempos revueltos. Los guías suelen relatar cómo, durante la Segunda Guerra Mundial, varios grupos de resistencia y soldados se escondieron en sus estancias, con sus corredores laberínticos ofreciendo refugio y suspense.
Claro que el mayor imán del edificio quizá sean sus historias. La leyenda local asegura que en noches de otoño con niebla, la sombra de Károly Uzsoki todavía ronda, asomándose tras cortinas de terciopelo o paseando por las plantas altas. Algunos dicen haber oído un piano invisible, ecos de risas o la caída suave de una zapatilla de baile imposible. Los vecinos, a medias en serio y a medias en broma, hablan de romances malhadados y duelos al alba, de citas secretas y cartas manuscritas halladas en grietas de los muros. Todo suma a la experiencia, y hace que la visita se sienta como un cruce entre inmersión histórica y novela de “elige tu propia aventura” en vivo.
Pero el Fekete-kastély no es una curiosidad congelada en el tiempo. En los últimos años, artistas y creativos han descubierto su belleza gótica, organizando exposiciones de fotografía o conciertos con atmósfera entre sus muros—transformándolo de objeto de temor en fuente de inspiración. A veces, los niños del colegio local representan obras en los jardines, con sus risas rebotando en la piedra. En otoño, los jardines se tornan de un ocre rojizo profundo, y el castillo se yergue entre un remolino de hojas: más poético que amenazante, más melancólico que macabro.
El atractivo perdurable del castillo reside en cómo abraza el misterio, sin desvelar nunca todos sus secretos. En un mundo que tanto insiste en el brillo y la claridad, el Fekete-kastély recuerda que la belleza también habita en las sombras, y que las historias seducen más cuando dejan algo a la imaginación. Ya sea que pases la tarde perdida en tus pensamientos entre motas de polvo y vitrales, o contando cuentos de fantasmas bajo sus agujas, este es uno de esos lugares en Balatonederics que recordarás mucho después de marcharte.





