
El Gindly-Benyovszky-kastély, en Tengelic, no es el típico palacete: es de esos lugares donde la historia resuena en las paredes pintadas y los secretos se escurren por las esquinas soleadas de un jardín interminable. Al conducir por el paisaje suave y ondulado del condado de Tolna, cuesta imaginar que este rincón apacible y pintoresco de Hungría haya acogido a personajes cuyos relatos recorren, de punta a punta, los anales del pasado europeo. Y, sin embargo, ahí reside su encanto. Su legado —capas y más capas, como un laberinto— está cosido en cada piedra y puede que se deje oír si le das tiempo.
Un poco apartado del bullicio del centro de Tengelic, la fachada neoclásica del palacio asoma entre el verde a medida que te acercas: imponente, sí, pero con una calidez que invita. La construcción arrancó a finales del siglo XVIII, cuando la familia Gindly echó raíces en esta tierra fértil de Hungría. Con los años, la casona fue cambiando al compás de los gustos y las fortunas de sus dueños: primero el linaje aristocrático de los Gindly y, más tarde, por matrimonio, la intrépida familia Benyovszky. Para entender por qué el Gindly-Benyovszky-kastély se siente distinto a otros palacios, basta con escuchar su latido: la historia de dos estirpes y, en especial, la de la segunda, cuyo heredero, Móric Benyovszky, se volvió leyenda por derecho propio: conde húngaro, explorador, aspirante a rey de Madagascar y amante de los horizontes lejanos. Su sombra juguetona —y persuasiva— aún merodea por los pasillos.
Pasear hoy por la finca es perderse entre árboles antiguos —robles, castaños, sicomoros—, algunos seguramente testigos del palacio desde sus primeros días. El jardín, un parque generoso de estilo inglés que se extiende por varias hectáreas, te llama a un paseo sin prisas. Parece que el edificio respira; la vida sigue dentro, insinuando aquellas épocas en que bailes y veladas se desbordaban por las estancias, con risas y música escapando por las ventanas abiertas hacia un atardecer húngaro suave y dorado. Aunque los interiores han cambiado y el boato decimonónico se ha atenuado con el paso del tiempo, persiste una elegancia contenida en los techos altos, las escaleras señoriales y las filigranas de estuco que aún resisten.
A diferencia de otras mansiones congeladas en el tiempo, el Gindly-Benyovszky-kastély transmite continuidad: un lugar que ha sobrevivido y se ha adaptado a los vaivenes de la historia. En el siglo XX no solo capeó temporales; la guerra, los cambios de fronteras y los vaivenes políticos dejaron su huella. Durante un tramo, el edificio se reinventó: fue escuela, hospital e incluso hogar infantil. Cada etapa sumó anécdotas y cicatrices, enriqueciendo su identidad cambiante.
No esperes un museo momificado: visitar este palacio va menos de cuerdas de terciopelo y más de empaparse de una atmósfera cargada de relato. En muchas salas tienes la sensación de que alguien podría volver de un momento a otro. Si miras con atención, verás pistas de aventuras lejos de Hungría: retratos de Móric Benyovszky con atuendos exóticos, motivos náuticos que recuerdan sus travesías, e incluso recuerdos de tierras tan lejanas como Madagascar. Los salones y cámaras, con sus muebles de madera maciza y tapices desvaídos, funcionan como portales: si te sientas un rato, casi oyes el murmullo de lenguas remotas y la vibración de intrigas antiguas.
La finca sigue siendo un punto de encuentro para la comunidad, especialmente en verano, cuando los jardines alcanzan su esplendor. No es raro toparse con conciertos al aire libre, pequeños festivales o bodas que aprovechan este refugio romántico. Los vecinos pasean despacio, como rehaciendo las rutas de sus antepasados, mientras los visitantes divagan sorprendidos al descubrir rincones donde la historia vuelve a asomar, poco a poco.
Si te pica la curiosidad por otro tipo de descubrimientos, reserva tiempo para las calles coquetas de Tengelic y los campos de los alrededores. La gente del lugar suele compartir historias con gusto o insistirte, con cariño, en que pruebes una copa del vino de la zona, la forma perfecta de bajar el ritmo tras recorrer el parque. Cuando cae la tarde sobre los jardines del palacio, persiste esa sensación de estar, a la vez, perdida y encontrada en el tiempo. En el fondo, visitar el Gindly-Benyovszky-kastély no es solo entrar en la historia de Hungría: es sumergirse en un tapiz vivo y entrelazado que sigue desplegándose, aquí mismo, mecido por la calma sencilla de la campiña de Tolna.





