
Bódvalenke, acurrucado entre las lomas del noreste de Hungría, es de esos pueblos donde puedes oír el castañeo de los picos de las cigüeñas y, a lo lejos, las risas de los niños rebotando entre casitas de piedra caliza. Pero si te dejas llevar por la curiosidad y paseas sin prisa por sus callecitas, quizá te topes de frente con una reliquia fascinante del siglo XIX: la Lenkey-kúria, o Mansión Lenkey. Se alza con una elegancia estoica en el corazón del pueblo, sus muros envejecidos marcados indeleblemente por el pasado tumultuoso y colorido de la región.
Hay algo hipnótico en el perfil de la mansión. La fachada de piedra pálida y los discretos detalles clásicos insinúan un esplendor desvaído. Se construyó a principios de 1800, una época de vaivenes en esta parte de Hungría, donde el magnetismo de la tierra y el legado familiar competían con el miedo a cambios de fronteras y levantamientos campesinos. La mandó edificar la influyente familia Lenkey, cuyas raíces en la zona se hunden en suelo histórico. En el jardín crece una vieja y retorcida nogala: la leyenda local asegura que la plantó el propio Huszár Lenkey János, uno de los descendientes más célebres de la casa, que salía a caballo con su uniforme de húsar en los días febriles de la Revolución de 1848.
Al recorrer sus pasillos (la mansión hoy abre sus puertas a visitantes, aunque no esperes cuerdas de terciopelo ni guías en susurros), aún se perciben destellos de vida decimonónica. La luz entra oblicua por ventanas altas y estrechas, iluminando puertas de madera finamente talladas y el susurro de unas tarimas suavemente gastadas. Las estancias conservan poco del boato original, pero eso, de algún modo, facilita imaginar lo que aquí ocurrió. Los vecinos susurran historias de reuniones secretas, en tiempos en que insurgentes y visionarios trazaban caminos que moldearían no solo el pueblo, sino el futuro de la nación húngara. Si te paras a escuchar, casi puedes atrapar la sombra etérea de vestidos girando y botas bruñidas sobre la pista, o el tintinear juicioso de copas alzadas en celebración o desafío.
Y, sin embargo, la Mansión Lenkey está lejos de ser un monumento estático a la ambición nobiliaria. En el siglo XXI ha encontrado una nueva vida como inesperado eje cultural. En la última década, Bódvalenke se ha ganado una fama discreta por su proyecto de murales: artistas de toda Europa y del mundo han llegado a este diminuto pueblo para convertir casas humildes en lienzos vibrantes. Así, la mansión se sitúa en una encrucijada de relatos: de un lado, la pose deliberada del pasado gentilicio húngaro; del otro, el caos creativo de un renacer artístico moderno impulsado por los propios vecinos, muchos pertenecientes a la comunidad Roma local. En días de fiesta, el patio vuelve a llenarse con aromas de comida casera, música en directo y risas que fluyen libres bajo la vieja nogala.
Visitar la Lenkey-kúria recuerda que la historia en Hungría rara vez es pulcra o predecible. Al salir, los campos se abren hacia colinas boscosas donde se esconden flores silvestres y ruinas antiguas. El aire suele llevar un rastro de humo de leña, mezclado con los acordes inesperados de una guitarra o un acordeón que se escapan de alguna ventana cercana. No vengas buscando la pulcritud de los grandes bulevares de Budapest: aquí el tiempo es palpable, estratificado, preciosamente sin barniz. La mansión no va solo de detalles arquitectónicos, aunque la mampostería cuente sus propias historias; va de lo que flota en el ambiente, del eco de historias personales, del romance complicado entre tradición y reinvención.
Mucho después de dejar Bódvalenke, seguramente recordarás cómo la Mansión Lenkey siguió vigilando el presente con la misma atención con la que antaño presidió el pasado. Sus muros quizá no hablen en el sentido convencional, pero escuchan; y tal vez, si te sientas un rato bajo la nogala, con el sol escondiéndose tras las colinas y el humo dorado elevándose de cocinas invisibles, te encuentres arropada por un relato que no sabías que estabas esperando oír.





