
El Castillo Podmaniczky-Széchenyi en Aszód es de esos lugares donde la historia se pega a los pasillos, y hasta el viento parece traer susurros de otros siglos. En pleno corazón de la Hungría rural, este castillo es testigo de modas cambiantes, vaivenes políticos y el legado tenaz de familias húngaras ilustres. No lo verás en folletos brillantes, y quizá ahí reside su encanto: una elegancia ligeramente desvaída, esperando en silencio a quienes llegan con ganas de imaginar.
A orillas orientales de las colinas de Gödöllő, lo levantó la célebre familia Podmaniczky a inicios del siglo XVIII. Al cruzar su largo zaguán casi puedes oír el murmullo de invitados de otra época, bajo techos con delicados guiños rococó y barrocos. Los Podmaniczky, nobles distinguidos, impulsaron la vida cultural y social de la zona. Aquella primera residencia, modesta para nuestros estándares, priorizaba la comodidad más que el boato: una casa solariega propia de la nobleza terrateniente de la posocupación otomana.
Pero, como en tantas historias aristocráticas, el cambio era inevitable. En 1767, el barón Sándor Podmaniczky acometió una reforma ambiciosa, ampliando y embelleciendo el conjunto según la moda del momento. Hoy, al pasear por corredores y salas de aparato, verás estucos con buen gusto y restos de frescos asomando entre superficies restauradas. Lo especial de esta etapa es que el castillo dejó de ser solo hogar familiar para convertirse en un verdadero centro de vida comunitaria, una tradición que pervive con eventos y exposiciones en sus salones.
A finales del siglo XIX, el destino del castillo se cruzó con otro nombre legendario: el conde István Széchenyi, a quien llaman “el mayor de los húngaros”. Su familia adquirió la propiedad e imprimió un nuevo pulso y propósito. Los Széchenyi la renovaron y ampliaron, incorporando vibrantes elementos neoclásicos que hoy siguen cautivando. Mi rincón favorito es la gran escalera, con su barandilla pulida que te invita a subir; allí, los retratos familiares observan con gesto indescifrable, recordando a quienes habitaron estas estancias.
Pero la verdadera magia del Castillo Podmaniczky-Széchenyi no está solo en la arquitectura o la genealogía, sino en las historias acumuladas. A inicios del siglo XX fue escuela y después hospital, una adaptación que le dio un lado profundamente humano. Guerras y convulsiones sacudieron Hungría, pero el castillo resistió, con sus piedras marcadas por el tiempo. Hoy no hay cordones de terciopelo ni susurros de guardias: hay vecinos paseando, peques jugando en los jardines y un goteo manso de visitantes que rinden homenaje a los ecos del pasado.
Su ubicación en Aszód es otro regalo. El pueblo guarda sus propias historias: iglesias centenarias, mercadillos bulliciosos y un encanto de pueblo pequeño que no se puede fingir. Da un gusto enorme pasar el día entre el castillo y los jardines ingleses contiguos, antaño orgullo de la finca, aún poblados de árboles antiguos y plantas raras. Si vas en otoño, las hojas doradas crujen bajo tus pasos; en primavera, el aire huele a lilas y siempre aparece un banco escondido perfecto para sentarte a contemplar.
No te extrañe ser la única visitante durante una hora: pese a su historia ilustre, el Castillo Podmaniczky-Széchenyi sigue siendo un remanso sin multitudes. Eso te permite curiosear a tus anchas, hacer fotos sin esquivar grupos y dejar que la calma te empape. El pequeño pero evocador museo muestra cómo era la vida noble aquí; y para amantes de la historia húngara, los archivos familiares son un cofre de rarezas, triunfos y la cotidianeidad de una existencia regia.
Quizá lo que distingue a este lugar es su resiliencia. Donde otros palacios abruman, el Castillo Podmaniczky-Széchenyi te invita a sentir la historia como algo vivo. Es, en cierto modo, un corazón que late discretamente en el paisaje, acompasado con el patrimonio nacional y el ritmo pausado de la vida de pueblo. Si te fascina la arquitectura, la historia europea o simplemente disfrutas de la belleza vivida de los lugares con pátina, Aszód ofrece una autenticidad que se te queda dentro. La próxima vez que te pierdas por la campiña húngara, desvía hacia estos salones intemporales: puede que te descubras mirando al pasado y al futuro a la vez.





