
Polonkay-kúria, arropada por las suaves colinas de Borsod-Abaúj-Zemplén, es de esos lugares que no aparecen en todos los blogs de viaje, pero que una vez descubres, se te quedan clavados y acabas contándolos como un secreto bien guardado. Encontrarás esta mansión discreta pero fascinante a las afueras de Szendrőlád, un pueblo lo bastante lejos del bullicio húngaro como para conservar una autenticidad tranquila. Si eres de las que se sienten en casa entre árboles susurrantes, grandeza desvaída y la sensación de que la historia te observa desde detrás de una cortina, vas a querer reservarte una tarde para este rincón.
La mansión remonta su linaje a las últimas décadas del siglo XVIII. La familia Polonkay, cuyo apellido aún pesa con cierta gravedad en la región, la levantó como residencia de campo, pensada para reflejar su estatus y a la vez protegerse de las incertidumbres dramáticas de su época. La tradición local dice que los Polonkay sabían leer las mareas de la tierra, y quizá eligieron el lugar por su mirada estratégica: se asienta justo sobre una suave curva del río Bódva, con las colinas desplegándose en capas pictóricas hacia el horizonte. Aún hoy puedes quedarte bajo el porche ancho e imaginar el chasquido de los carruajes sobre la grava, invitados con abrigos pesados entrando por la gran puerta de madera con el polvo del campo a cuestas.
A lo lejos, la mansión mantiene una belleza digna y algo ajada. Los toques neoclásicos de su fachada encalada se han suavizado con generaciones de viento y lluvia, y la casa luce su edad como una insignia, no como una carga. Dentro, te reciben techos altos, estancias ordenadas en esa simetría inconfundible de la época y—si tienes suerte y está el encargado—un puñado de historias que llenan el espacio de vida vivida. Aunque gran parte del mobiliario original desapareció con los años, quedan vestigios: un armario tallado aquí, restos de frescos desvaídos allá, y siempre esos muros gruesos de piedra que mantenían a raya el frío del invierno.
La historia de Miklós Polonkay merece al menos una mención. Fue de los últimos de la línea directa en pasear por estos pasillos a inicios del siglo XX, y se dice que era un espíritu vivo pero melancólico, sobre todo cuando las mareas sísmicas del cambio social arrasaban Hungría. La mansión sobrevivió guerras, ocupaciones y la lenta retirada de un mundo que se iba. Le debe mucho a su supervivencia el hecho de que Szendrőlád, por su lejanía, rara vez quedó en la trayectoria directa de ejércitos o revolucionarios.
Lo que diferencia a Polonkay-kúria de tantas otras casas solariegas y fincas familiares repartidas por Hungría es su falta de artificio. No hay cuerdas de terciopelo ni espectáculo prefabricado. Los jardines, más salvajes que peinados, se salpican de flores silvestres, castaños y lo que la naturaleza haya querido regalar. En primavera, el zumbido de los insectos llena el aire; a finales de verano, quizá te llegue el aroma de fruta madura de los huertos vecinos. Las cigüeñas locales, que anidan en las viejas chimeneas desde que hay memoria, pueden planear sobre ti mientras exploras.
Si te mueves en silencio, notarás que cada sala habla su propio dialecto. Está el salón, con sus ventanales altos, velados por cortinas de encaje gris del tiempo, donde no cuesta imaginar reuniones tensas o noches con risas y canciones. La biblioteca cedió la mayoría de sus volúmenes a coleccionistas locales y archivos nacionales, pero conserva ese humor de retiro estudioso; todavía asoman manchas de tinta en los viejos pupitres y un leve perfume a pergamino seco. Y si preguntas bien, quizá te enseñen la fotografía desvaída de una fiesta en el jardín hacia 1912, cuando las hileras de rosas estaban podadas a la perfección y la pequeña nobleza local vestía de blanco.
Más allá de la historia, la mansión es parte viva del Szendrőlád actual. El pueblo la usa de vez en cuando para exposiciones de arte, conciertos de cámara y celebraciones escolares, uniendo los huesos viejos de la casa con el pulso cotidiano de la comunidad. Al salir, el propio pueblo recompensa la pausa con su ritmo fácil y las sonrisas sinceras de quienes creen en el valor de su patrimonio compartido.
Si tus rutas te llevan al corazón del noreste de Hungría, desvía de las carreteras principales y sube la senda arbolada hasta Polonkay-kúria. Es de esos lugares donde la historia no es un objeto estático, sino una compañera viva y palpitante, y donde el silencio de los pasillos—interrumpido por cantos de pájaros y el leve crujir de las vigas—se siente a la vez profundo y acogedor.





