
Püspöki kastély no es solo un edificio histórico que se alza en silencio a las afueras de Fertőrákos; es un testigo vivo de siglos de autoridad eclesiástica, juegos de poder regionales y un paisaje cultural que alguna vez floreció y que hoy sigue hilándose, sutil, entre las piedras y los espacios de esta joya húngara poco conocida. Si eres de las viajeras que se salen del camino trillado y respiran las historias que se quedan flotando en pasillos en penumbra y jardines medio salvajes, el Palacio Episcopal es un destino irresistible. Hungría está salpicada de grandes palacios barrocos, con ecos de aristócratas y hombres de iglesia, pero hay algo especialmente honesto, incluso curtido, en el Palacio Episcopal de Fertőrákos: algo que hace que la visita sea un premio para las almas curiosas.
Cuando se colocaron las primeras piedras a mediados del siglo XVIII —la construcción principal se sitúa a finales de 1700—, el obispo de Győr soñaba con una residencia de verano lejos de las obligaciones abrumadoras de la diócesis. La ubicación del palacio, cerca del brillo plateado del lago Fertő (Neusiedler See), ofrecía recogimiento entre árboles centenarios y un paisaje manso en la frontera entre Austria y Hungría. Su diseñador y primer residente, el obispo Ferenc Zichy, sabía de gusto y serenidad. Bajo su batuta, el palacio se convirtió en ese retiro campestre donde la élite ilustrada recibía a nobles de paso, cenaba con poetas y escapaba de las presiones de la vida cívica en lugares como Győr o Viena. La simetría de la fachada barroca no intenta imponerse; más bien ofrece una grandeza acogedora, un recordatorio digno y ligeramente melancólico de una época más amable.
Tras las verjas, te recibe un edificio que ha sobrevivido a incendios, guerras y al tacto poco delicado de la historia. Aquí se sienten las capas: piedras que han soportado las invasiones otomanas (y las escaramuzas fronterizas que hicieron de Fertőrákos un enclave tan valioso como vulnerable), elegantes reconstrucciones decimonónicas y el desgaste largo y lento de la era comunista, cuando la propiedad privada y los tesoros de la Iglesia solían caer en el olvido. Al entrar, los antiguos salones y gabinetes aún conservan rastros de frescos y estucos finos. No impresiona su belleza inmaculada —no son salas sobre-restauradas—, sino la atmósfera de elegancia desvanecida: altos techos abovedados, huellas de lujosos revestimientos murales y la sensación de que tras cada puerta aguarda un relato. En un día tranquilo, con suerte, cruzarás estancias donde cruje el parqué antiguo bajo tus pasos, el sol dibuja patrones en el polvo y tu reflejo se cuela en cristales de hace siglos.
Hay algo especial también en los jardines del palacio, que se abren hacia un raro anfiteatro de piedra tallado en una cantera de época romana. En verano, a veces este espacio se llena de música y teatro, como eco de las fiestas palaciegas que debieron animar la corte del obispo. La convivencia entre belleza cuidada y naturaleza que se desmorona invita a pasear sin prisas, y recompensa a quienes se dejan llevar, imaginando a sacerdotes del XVIII, damas y músicos locales entre los árboles. Si alzas la vista al horizonte, el brillo del lago Fertő te invita a contemplar. Su proximidad no era solo decorativa: los juncales del lago abastecían de pescado los grandes banquetes y servían de barrera natural en tiempos difíciles.
Aunque el Palacio Episcopal no sea tan famoso como Esterházy o Gödöllő, su encanto aparece en momentos más silenciosos e inesperados: un escudo de piedra sobre un dintel, la forja original en una escalera gastada, o el grito de un ave resonando en los patios. En muchos aspectos, el palacio sigue siendo una obra en curso: en las últimas décadas, una restauración cuidadosa ha devuelto parte de su antiguo esplendor sin borrar cada marca del tiempo. Pasear por sus salas ofrece algo más que un itinerario de muebles de época; es una invitación a imaginar las vidas que florecieron y se apagaron aquí a lo largo de más de dos siglos y medio.
Recorre los terrenos y escucha: quizá te llegue un murmullo de historias llevado por el viento, recordándote que lugares como Fertőrákos no existen solo para ser admirados, sino para ser habitados —aunque sea por un instante— por nuevas generaciones de exploradoras con alma curiosa. Al final, lo que hace tan memorable al Püspöki kastély no es solo su historia, sino esa sensación de experiencia vivida, por capas y persistente, que invita a cada visitante a formar parte de su relato en curso.





