
Sajóvámos, un pueblecito apacible a orillas del río Sajó, en el noreste de Hungría, guarda un secreto de cuento detrás de sus calles tranquilas y sus cerezos. Si paseas junto a las casitas cuidadas y te detienes justo antes de la suave loma que mira al cauce, te toparás con la presencia señorial del Szőke-kastély, la llamada Mansión Szőke. A diferencia de los grandes palacios sobre-restaurados que atraen autobuses de turistas en otros puntos de Hungría, esta casa solariega ofrece algo más raro: una autenticidad íntima, la sensación de haberte colado en las páginas de otra época. Para quienes buscan experiencias fuera de ruta, es una invitación a deambular entre ecos de historia, envueltos por el encanto arquitectónico y la melancolía suave de Europa Central.
Sube los amplios peldaños de piedra, ligeramente gastados, y te dará la bienvenida el encanto envejecido de la fachada neobarroca. Construida a finales del siglo XIX por la familia terrateniente Szőke, la casa resonó antaño con el trajín de criados, las risas de niños y el ir y venir de dignatarios sobre sus suelos de parqué bruñido. El edificio es casi un collage, un cruce de gustos que refleja los vaivenes de la región. Si miras con atención, verás detalles de periodos anteriores: vestigios de los muros originales de la finca Szőke e incluso pinceladas románticas y neoclásicas aquí y allá, quizá un guiño a propietarios previos que habitaron este solar durante el siglo XIX. Las ventanas, altas, anchas y levemente desiguales, enmarcan vistas del antiguo parque que abraza la mansión, donde tilos y flores silvestres se han adueñado del terreno.
Por dentro, el aire es más fresco y denso de historias. El que fuera gran salón de baile, iluminado en ocasiones especiales por lámparas de cristal, es hoy el rincón favorito de curiosos y amantes de la cultura. El dorado de las molduras, aunque desvaído, aún atrapa el sol de la tarde y dibuja patrones móviles sobre el parqué gastado. Las estancias más pequeñas sorprenden por sus proporciones pensadas y estallidos de pintura en los techos, obra, según cuentan, de un artista itinerante que pagó así un invierno de alojamiento. Pero el latido más palpable de la historia está en la biblioteca, donde puedes quedarte entre estantes con lomos desmoronados de clásicos húngaros e imaginar a la familia Szőke —entre ellos, Szőke András, el residente más célebre de la mansión y una figura menor de las letras en la tardía sociedad austrohúngara— leyendo en voz alta en noches frías, con el fuego crepitando mientras el mundo fuera se preparaba para otro invierno.
El jardín es tan evocador como la casa. En primavera, la glicinia se descuelga por el porche, mientras el huerto —antes mimado por generaciones de jardineros— renace en belleza silvestre, con bordes suavizados por amapolas y collejas blancas. Los visitantes pueden pasear por el viejo vergel, con árboles nudosos por la edad, o hacer un pícnic junto al estanque ornamental medio olvidado, hogar de ranas perezosas y libélulas. Si tienes la suerte de coincidir con los días de puertas abiertas que organizan los voluntarios locales, verás variedades tradicionales de manzanas y quizá conozcas a vecinos que sienten el Szőke-kastély no solo como un monumento, sino como un lugar vivo y comunitario.
Es imposible ignorar la huella del pasado reciente. La mansión soportó no solo cambios de gusto y de moda, sino también las tormentas políticas que sacudieron Hungría en el siglo XX. Requisada primero por fuerzas ocupantes durante la Segunda Guerra Mundial y luego absorbida por el Estado en la época comunista, su suerte decayó como la de tantas residencias aristocráticas rurales. Durante décadas, sus salones grandiosos alojaron escolares, funcionaron como oficinas administrativas y, en un momento dado, sirvieron incluso como vestuarios para el club de fútbol local. Cuentos en voz baja sugieren que puede quedar arte valioso escondido en algún rincón, mientras otras historias hablan de escapadas nocturnas de adolescentes del pueblo.
Lo que hace de la Mansión Szőke una parada tan recomendable no es solo su entorno pintoresco ni su belleza histórica, sino la manera en que hilvana los hilos desordenados de la historia húngara en algo tangible y conmovedor. Visitarla es entrar en una reliquia vivida —no del todo pulida ni domesticada—, lo que vuelve la experiencia más genuina. Aquí no sigues las huellas de multitudes de excursionistas. Te invitan, más bien, a ser testigo y parte de la vida continua del caserón, a escuchar el crujido de las tablas y la sinfonía de aves afuera, a sentir la conexión con la gente corriente que dejó sus huellas en estos muros durante siglos.
Llegues en otoño, cuando los plátanos sueltan sus hojas moteadas en lluvias doradas, o en el verdor del verano, el Szőke-kastély de Sajóvámos ofrece un espacio tranquilo y profundamente humano para contemplar y descubrir. Pocos lugares mejores para respirar la historia estratificada de la Hungría rural, y hacerlo a tu ritmo, sin guiones de visita guiada.





