
La Szontágh-kúria descansa en silencio bajo el ancho cielo húngaro, acunada por las suaves colinas verdes de Horpács, un pueblo tan pausado que te entran ganas de atrasar el reloj un siglo o dos. Para amantes de la historia, la arquitectura, el paisaje y ese imán poderoso de las conexiones literarias, el viaje a este rincón poco transitado no es una nota al pie: es el corazón de una historia que se estira a través de generaciones hasta una era de profundos cambios culturales y sociales.
La casa es un estudio de belleza sin pretensiones. La familia Szontágh, notables locales cuyo apellido hoy bautiza la mansión, fue ganando protagonismo a lo largo del siglo XIX. Su historia se refleja en cada piedra y en cada castaño en flor del jardín. Terminada a inicios de 1800, la silueta neoclásica de la mansión podría confundirse con la serenidad misma. Su fachada blanca con columnas, el tejado amplio y las ventanas elegantes reflejan una época en la que la aristocracia húngara levantaba casas de campo para abrazar, y no dominar, la tierra. Ha visto pasar reformistas, escritores y revolucionarios; sus muros absorbieron en silencio murmullos y debates de un tiempo en el que Hungría luchaba fieramente por su identidad.
Lo que más atrae, sin embargo, no es solo la arquitectura, sino su honda resonancia literaria. Entre sus huéspedes ilustres, quizá el más famoso fue Miksa Károlyi, pero ninguno dejó huella más profunda que el poeta y dramaturgo Imre Madách. Las familias Szontágh y Madách eran muy cercanas, y fue aquí, en Horpács, donde Madách buscaba a menudo refugio de las tormentas de la vida, reuniendo la inspiración para obras que más tarde definirían la conciencia cultural húngara. La paz rural, mezclada con conversaciones urgentes sobre filosofía, libertad y el futuro de Hungría, tiñó la escritura de Madách. De pie en la biblioteca, o mirando la avenida de viejos tilos, es fácil imaginar al poeta perdido en sus ensoñaciones, dándole forma a los versos de “Az ember tragédiája” (“La tragedia del hombre”), una obra destinada a sobrevivir casi a todo lo demás que produjo su tiempo.
Los interiores de la mansión, modestos frente a los excesos opulentos de algunos palacios húngaros, hablan mucho del carácter de sus antiguos dueños. Salones sobrios y despachos íntimos revelan una reverencia por el intelecto y la conversación más que por la grandilocuencia ociosa. Quedan guiños al encanto decimonónico: suelos de parquet gastados por generaciones, retratos familiares cuyos ojos serios parecen susurrar un ánimo tranquilo a soñadores y pensadores. Estas estancias, hoy abiertas a visitantes, están cargadas de memoria pero resultan acogedoras: lugares para sentarse, reflexionar y pensar en el destino extraño de la pequeña nobleza mientras el mundo cambiaba a su alrededor.
Al salir, los jardines ofrecen su propia poesía. Aunque menos formales que, por ejemplo, los de Gödöllő, rebosan de rosales bien cuidados y árboles antiquísimos que han sido testigos de los vaivenes de la región. Hay una sensación de amplitud muy satisfactoria, la idea de que aquí la historia humana siempre está conectada con el paisaje más amplio. Caminando bajo las copas generosas, escucharás el canto de los pájaros y el lejano susurro de la vida rural, una banda sonora natural casi intacta desde hace siglos.
Horpács puede parecer apenas un punto en la mayoría de los mapas, pero ahí reside parte de su magia. El pueblo ofrece una oportunidad rara de asomarse a una vida regional viva, donde las tradiciones persisten en silencio, sin alardes. Los locales recuerdan a la familia Szontágh con afecto, compartiendo anécdotas de la mansión como lugar de banquetes, debates y veladas literarias: no un museo, sino un hogar que palpitaba con actividad e inquietud intelectual. Incluso hoy, eventos culturales vuelven de vez en cuando a animar sus viejos muros, haciendo eco de un pasado vibrante con voces modernas.
Para quienes esquivan lo previsible en favor de las sorpresas sutiles, la Szontágh-kúria en Horpács invita no solo a la admiración, sino a la contemplación. Es un recordatorio suave de que la historia no siempre va de grandes batallas o palacios aún más grandes. A veces habita en los rincones callados: un intercambio de ideas a la luz de las velas, el pasar de una página amarillenta, un anochecer de verano sobre las colinas. En esta casa, cultura y naturaleza, memoria y presente mantienen su diálogo, esperando a la próxima visitante curiosa para escuchar.





