
El Esterházy-kastély del pueblito de Dad es una de esas joyas poco conocidas que se cuelan entre los pliegues de la mayoría de itinerarios, a pesar de guardar capas de historia y guiños arquitectónicos capaces de acelerar el corazón de cualquier amante del patrimonio. Enclavado en los paisajes ondulados del condado de Komárom-Esztergom, en Hungría, este palacio te abre la puerta a un mundo donde la ambición nobiliaria, la calma rural y relatos de siglos conviven en voz baja. Mientras los palacios más rimbombantes de la región —te miro a ti, el Palacio Esterházy de Fertőd— acaparan los focos, esta finca encantadora en Dad ofrece otra cosa: intimidad, y la sensación de que los fantasmas de sus antiguos moradores distinguidos aún se asoman tras las cortinas.
La historia arranca a finales del siglo XVIII, cuando la influyente familia Esterházy decidió que ya tocaba que sus tierras en Dad reflejasen su rango. Encargaron la construcción del palacio hacia 1778, en una época en la que la nobleza seguía empeñada en exhibir su riqueza y gustos mediante el esplendor barroco y clasicista. Sin llegar a ser tan ostentoso como otros, el conjunto luce proporciones elegantes, una simetría acogedora y la ornamentación justa para sugerir confort y clase. El parque que lo rodea, con árboles añosos y sombras que susurran, debió ser escenario de paseos soñados en la era de carruajes y pelucas empolvadas.
Uno de los aspectos más fascinantes del Esterházy-kastély es su evolución. A diferencia de muchas residencias señoriales que sólo sufrieron cambios puntuales, el palacio de Dad ha llevado muchos sombreros: residencia aristocrática, sede del gobierno local, escuela e incluso refugio en distintos momentos. Pasaron guerras, cayeron imperios, las reformas agrarias reescribieron su propósito, y aun así el edificio resistió, adaptándose al guion cambiante de la historia húngara. Esas transformaciones se intuyen por dentro y por fuera. Se perciben los ecos de las ambiciones barrocas en su planta de una sola altura con doble ala, y también las modificaciones prácticas que trajo cada época de uso. Hay una autenticidad en este mosaico: una crónica honesta donde la utilidad se da la mano con la memoria.
Mientras paseas por los jardines del palacio, casi puedes imaginar a Miklós Esterházy (uno de los miembros más destacados de la familia) agasajando a dignatarios bajo techos con frescos de colores o supervisando un baile en el gran salón. Pero su gran encanto es la escala humana; no es Versalles, no impone con una grandiosidad intimidante. Se siente cercano. La familia que lo levantó estaba metida en el día a día de la gestión de sus tierras y el trato con los vecinos, y esa relación se refleja en la sobria nobleza de los edificios.
Hoy, aunque la restauración sigue en marcha y algunas salas tienen usos comunitarios, el palacio y su entorno se pueden visitar, con un perfil discreto. Si disfrutas saliéndote de la ruta trillada, de deambular por corredores desvaídos donde la luz dorada se cuela por ventanales antiguos, el Esterházy-kastély te va a enamorar. Hay algo muy reconfortante en pasear bajo los tilos veteranos del jardín, sabiendo que han dado sombra tanto a barones como a nuevos vecinos valientes durante los últimos dos siglos.
Quienes aman la arquitectura sabrán apreciar cómo el diseño del edificio refleja los gustos cambiantes a lo largo de los siglos: aquí un guiño al Clasicismo, allá un toque práctico de eficiencia socialista. Y su ubicación en Dad te sitúa en el corazón de un pueblo adormecido y pintoresco, perfecto para bajar revoluciones y saborear la hospitalidad rural húngara.
Con suerte, tu visita coincidirá con algún evento cultural o una visita guiada, a menudo a cargo de residentes apasionados con raíces familiares que se pierden en el tiempo. Esas historias —francas, divertidas, a veces conmovedoras— se disfrutan mejor contadas por quienes crecieron a la sombra del palacio. Ver la historia viva compartida en un escenario así es un privilegio raro, y hace que los ladrillos curtidos y el campo exuberante cobren aún más vida.
Visitar el Palacio Esterházy de Dad no es simplemente admirar piedras antiguas y un esplendor atenuado; es una invitación suave a entrar en un capítulo más silencioso del pasado aristocrático de Hungría, donde cada sala cuenta una historia y cada ventana enmarca un pedazo de belleza perdurable. Es un lugar que recompensa a los curiosos, a los sin prisas, y a quienes prefieren cambiar el espectáculo de lo grandioso por el descubrimiento de un patrimonio muy querido. Si esa es tu forma de viajar, Dad y su palacio te van a robar el corazón.





