
Krepuska-kastély es una de esas joyas poco conocidas que recompensa a quien se atreve a salirse un poco del circuito turístico. Enclavada en la ciudad de Gyula, esta señorial mansión es testimonio de la ambición de una familia, un capítulo singular de la historia arquitectónica húngara y ese tipo de belleza serena que se te queda grabada mucho después de marcharte. Vamos a recorrer su historia: las tablas del suelo que crujen, la luz derramándose sobre las baldosas antiguas y un halo de misterio detrás de cada puerta.
La mansión fue encargada por el doctor Krepuska Géza, célebre otorrinolaringólogo, en 1880. En ese momento, el campo húngaro estaba salpicado de grandes casas, la mayoría pertenecientes a la nobleza. La familia Krepuska, sin embargo, era de otra pasta: médicos, intelectuales, gente que invertía su fortuna en el servicio público y el progreso antes que en una grandeza aislada. Ese espíritu se respira en cada detalle neoclásico de la mansión: columnas elevadas, frontones triangulares y una dignidad académica que se filtra por las rendijas de cada ventana y cada fresco. A diferencia de los palacios diseñados para impresionar, esta casa siempre estuvo pensada para disfrutar la vida: risas, veladas y encuentros de mentes brillantes.
Al subir los escalones, ya sea en la luz dorada de una mañana de verano o bajo el azul profundo del atardecer invernal, te fijas en la fachada: elegante, pero nada ostentosa. Desde fuera, el Palacio Krepuska podría engañarte haciéndote pensar que es simplemente una gran residencia, pero al acercarte ves los adornos y esa chispa ecléctica de finales del siglo XIX. La prosperidad floreciente de la sociedad húngara de finales del XIX está escrita en sus ladrillos, pero, a diferencia de un castillo real, esta casa te invita a pasar en lugar de mantenerte a distancia.
El interior guarda sus propias historias. Durante los años de guerra del siglo XX, la mansión funcionó como hospital militar, acogiendo soldados heridos en habitaciones pensadas para música de cámara y cenas animadas. Puedes imaginar lo que habrán oído esos salones de techos altos: un remolino de idiomas, pasos, y quizá alguna risa rompiendo tiempos duros. Después de la guerra, y con los vaivenes políticos, Krepuska-kastély asumió muchos papeles: clínica, club juvenil, institución cultural. Hoy, una parte del edificio alberga un centro comunitario y espacios de exposición, pero no hace falta un evento especial para sentir las capas de historia en cada rincón.
Quizá lo que más me gusta del Palacio Krepuska es lo vivo que se siente sin intentar impresionar. El jardín es relajado, informal: más un sitio donde te imaginas a los niños del barrio corriendo que parterres perfectamente alineados. En cualquier estación encontrarás a algunos vecinos en los bancos, estudiantes dibujando el pórtico con columnas y—si tienes suerte—algún evento pequeño llenando el aire de música suave o risas. Esa sensación de hogar, de lugar querido más que simplemente conservado, es rara. Es el tipo de atracción donde puedes parar a pensar, dejar que la mente divague y, si te apetece, imaginar las vidas y amores que un día animaron estos pasillos resonantes.
El encanto de Krepuska-kastély es discreto; está en los rayos de sol inclinándose sobre el parqué, en el olor a libros antiguos y en la manera en que la gente se saluda por su nombre en la puerta. Si estás en Gyula y te cansaste de las multitudes, date el gusto de recorrer sus salones, asomarte por sus altos ventanales y sentarte un rato en sus jardines acogedores. Este lugar no va de espectáculo: va de historias, grandes y pequeñas, esperando a que las descubras.





