Műszaki Tanulmánytár se esconde en la orilla de Buda, en Budapest, con un aire de colegio antiguo que resulta acogedor y un pelín misterioso. A diferencia de los salones célebres del Museo Nacional de Hungría o de las galerías juguetonas de la Casa del Terror, este rincón único parece un homenaje a la curiosidad infantil y a un pasado técnico del que estar orgullosos. No hay hordas de gente haciéndose selfies; en su lugar, reina un murmullo suave mientras visitantes de todas las edades recorren los pasillos entre máquinas extrañas, herramientas robustas e inventos que, de algún modo, moldearon épocas enteras. La colección es una carta de amor a aquellos días no tan lejanos de engranajes, vapor y visionarios con las manos manchadas de aceite.
Quizá lo primero que notes sea la gloriosa imprevisibilidad de las piezas. La disposición tiene un caos honesto, un estilo “obra en curso” que hace del Műszaki Tanulmánytár un lugar entrañablemente cercano. Un instante estás alucinando con mastodontes de ingeniería del siglo XIX—una locomotora de vapor que un día traqueteó por vías rurales—y al siguiente giras una esquina y te topas con reliquias cotidianas o avioncitos colgando del techo. Hay algo de mágico en subir una barandilla de madera y encontrarte con un cacharro raramente familiar pero ya obsoleto: una televisión húngara de los años 60 o una centralita telefónica intrincadísima de cuando las voces con estática eran lo más parecido a una videollamada.
Si te flipan los inventores visionarios, aquí vas a disfrutar con las historias salpicadas por las estanterías. Un piso entero es casi un altar a Ányos Jedlik, padre del dinamo, con sus experimentos preservados con cariño y guiños inesperados a otros ingenieros húngaros—como Dénes Mihály, pionero de la televisión. Hay relojes de bolsillo de ferroviarios, planos polvorientos de inventos que nunca llegamos a usar y fragmentos de la vida cotidiana húngara que conmueven tanto a locales como a viajeros. Entre los hallazgos más encantadores están los objetos que pertenecieron a personas reales: calculadoras de manivela, instrumentos de medición y peculiares ordenadores tempranos, todos contando, sin querer, historias de innovación y perseverancia.
Lo más bonito del Műszaki Tanulmánytár es que se siente vivo, pese a su devoción por el pasado. El personal, apasionado a más no poder, a veces improvisa demostraciones y resucita prensas de imprimir antiguas o consigue que un artilugio eléctrico misterioso zumbe con un poco de maña. Los peques se parten de risa con los engranajes; los padres se lían explicando el tubo de rayos catódicos; los mayores, incluso, reconocen cacharros que usaron en sus primeros curros.
Aunque podrías pasar una hora picoteando lo esencial, lo suyo es bajar el ritmo y dejar que sus rincones interminables te sorprendan. La presentación deliciosamente old-school—etiquetas manuales, vitrinas de madera, catálogos escritos a mano—le da a cada visita un toque personal, como rebuscar en el desván del abuelo. No te vayas sin subir a la planta de arriba, donde se esconden las rarezas más simpáticas, incluido un taller a escala real y un mini curso de historia industrial húngara.
Para quien quiera entender Budapest más allá de sus fachadas de postal y sus famosos balnearios, el Műszaki Tanulmánytár es discretamente imprescindible. Aquí hay historia, sí, pero también humildad y un punto juguetón que lo hace inolvidable. Es un microcosmos de la creatividad húngara—menos pulido que otros museos, quizá, pero infinitamente más acogedor para quien se deje llevar por la curiosidad.
