
Nagykastély, en la tranquila aldea húngara de Aba, no es de esos palacetes que salen en todas las listas viajeras, y justamente ahí está su encanto. A la sombra profunda de árboles centenarios y tras muros discretos, esta antigua finca revela un lado de Hungría amable y atemporal, lejos del bullicio de Budapest y de las rutas más trilladas. Aquí las historias no se han desvanecido: se quedan en el papel pintado gastado, en el crujir de las tablas y en la restauración cuidadosa. No vienes solo a admirar techos ornamentados y ventanas altas y elegantes; vienes a escuchar cómo el lugar susurra capítulos de más de dos siglos de historia.
La estructura que hoy conocemos como Nagykastély tomó forma a comienzos del siglo XIX, aunque el sitio ya tenía vida antes. Por entonces, esta franja del condado de Fejér era un mosaico de fincas aristocráticas, compitiendo por deslumbrar. La familia que le dio su silueta más señorial fueron los condes Somogyi, un viejo linaje noble húngaro. Diseñaron su residencia campestre para impresionar y, a la vez, servir al día a día: un palacio que mezcla guiños barrocos con detalles prácticos. Hay algo íntimo en recorrer sus pasillos; sientes vidas reales: no solo bailes y cenas fastuosas, sino conversaciones discretas, negocios cerrados al oído y disputas familiares.
Lo que hace memorable la visita a Nagykastély en Aba no es solo la arquitectura —que impresiona—. La fachada principal, con columnas y un frontón sobrio, insinúa ambiciones de rivalizar con los grandes châteaux franceses, pero con un giro local, rural. En los interiores, los estucos delicados te obligan a alzar la vista, aunque las estancias invitan a quedarse: madera honesta, cuero vivido y un arte que cuenta quiénes fueron sus dueños más que intentar impresionar. La luz que entra por las ventanas altas marca el ánimo: a veces melancólica, a ratos dorada y casi teatral. Si quieres entender cómo vivían los terratenientes acomodados en la Hungría del XIX —no solo qué poseían—, este es el lugar.
Muchos visitantes se sorprenden con el entorno del palacio. Detrás de la mansión se abre un parque que se pierde en el horizonte, salpicado de árboles raros y viejos: vestigios de un jardín paisajista de estilo inglés instalado hacia 1860. Es ideal para paseos sin prisa. Los fines de semana, los vecinos se reúnen bajo los tilos, charlando o leyendo. Una brisa suave parece traer música de otra época, y las flores silvestres han recuperado los rincones más libres, ofreciendo una bienvenida más suave y salvaje que la simetría rígida de otras fincas formales. Por los senderos sombreados aparecen sorpresas: una escultura inesperada, un muro de jardín vencido o una verja de hierro cubierta de rosas, cada hallazgo sumando otra capa de historia.
Claro que la historia de Nagykastély no siempre fue idílica. Como tantas casas de campo húngaras, el siglo XX la zarandeó. Tras guerras, reformas agrarias y convulsiones políticas —incluidos los grandes cambios después de la Segunda Guerra Mundial—, el palacio fue incautado temporalmente para uso estatal. Llegó a ser escuela, luego oficinas administrativas y, más tarde, partes quedaron vacías y olvidadas. Esas transformaciones siguen a la vista si te fijas: una pared parcheada por aquí, un tablón de anuncios insólito en un vestíbulo por allá. En lugar de borrar su pasado, esa historia estratificada lo enriquece. Es como si el palacio se renovara sin cesar, desafiante ante la marea del tiempo.
Lo que distingue a Nagykastély en Aba de palacios húngaros más grandes o famosos es lo íntimamente que está tejido en la vida cotidiana de la región. Quienes lo cuidan no son conservadores lejanos, sino a menudo descendientes de quienes trabajaron la tierra o vivieron en las aldeas cercanas. Y se nota: en cómo se hacen las visitas, en la artesanía local que a veces se expone en salas laterales, en los festivales comunitarios del jardín. Todo se siente personal, sin prisas, auténtico. No te sientes forastera aquí; más bien, una invitada con tiempo para empaparse de cada detalle a un ritmo suave.
En resumen, visitar Nagykastély no va de fotos llamativas ni de correr por salas abarrotadas. Es una oportunidad rara para sumergirte en la historia compleja, a veces contradictoria, pero siempre absorbente, de la aristocracia rural húngara y su resiliencia. Regálate esa tarde bajo árboles antiguos e imagina las vidas que pasaron por aquí: puede que acabes rendida al corazón discreto del condado de Fejér.





