
Si vas a pasar unos días en Budapest y te apetece un plan de museo fuera del sota, caballo y rey, apunta el Néprajzi Múzeum (Museo de Etnografía) bien alto en tu lista. No es un almacén de reliquias con naftalina, sino un homenaje vibrante y sorprendente a la vida cotidiana, la imaginación y la gente, tanto de Hungría como del resto del planeta. Desde 2022 luce sede nueva junto a Városliget (City Park) y, ya desde la calle, te deja clarísimo que el patrimonio no solo se conserva: se vive, se cuestiona y se reimagina.
Vamos por el edificio, porque es imposible pasarlo por alto. Firmado por el estudio húngaro NAPUR Architect, con Marcel Ferencz al mando, la nueva sede parece una ola gigante tapizada de césped que emerge del parque. Que no te engañen el cristal y el acero: hay un guiño directo a la tradición con 7.000 motivos estilizados, sacados de piezas etnográficas, grabados en la fachada. Por dentro, la luz se cuela a raudales y baña las salas con un brillo cálido, cero intimidante. Adiós vitrinas polvorientas y cartelas desvaídas. Nada más cruzar la puerta sientes que es un museo vivo, no un mausoleo de cosas muertas.
Las raíces del museo llegan hondo. Nació en 1872, casi de puntillas, dentro del Museo Nacional Húngaro, cuando el explorador János Xántus volvió de América con una colección alucinante de objetos, a ratos emotivos y a ratos desconcertantes. En un par de décadas aquello creció tanto que el Néprajzi Múzeum voló solo. Hoy es uno de los grandes etnográficos de Europa, con fondos que no solo cuentan las tradiciones populares de Hungría, sino historias y objetos de todos los continentes: más de 200.000 piezas.
La colección húngara es una mirada generosa —a veces juguetona, a veces muy sentida— a la vida de los pueblos. Te vas a topar con los busós enmascarados de Mohács (esas máscaras de madera son monísimas y un pelín inquietantes), el bordado de Kalocsa, la cerámica ornamentada de pastores y instrumentos que probablemente nunca habías visto. Aquí nada es “pieza de escaparate”: el equipo curatorial conecta cada objeto con las personas que lo crearon, lo usaron y lo quisieron. Con montajes multimedia, testimonios orales e incluso interiores reconstruidos, las exposiciones te plantan delante las texturas de la vida cotidiana húngara: de la boda a la cosecha, de la cuna a la tumba.
Si te tira más lo global, no te saltes las salas internacionales. Ahí la filosofía del museo brilla con fuerza. Desde máscaras hipnóticas de Papúa Nueva Guinea hasta tambores chamánicos siberianos, abalorios nativoamericanos o xilografías japonesas, verás piezas que muestran a la gente no como “otros exóticos” ni masas anónimas, sino como seres vivos, ingeniosos y únicos. Punto extra por cómo el museo habla sin rodeos de las complejidades de coleccionar y exhibir culturas del mundo: hay mucho que te hará parar y pensar sobre identidad, apropiación y respeto.
Los detalles rematan la experiencia. Hay una cafetería abierta al verde, una tienda con artesanía popular contemporánea y azoteas ajardinadas con vistas a Pest y al latido de la ciudad. Si vas en familia, las zonas interactivas están pensadas de verdad para peques, pero incluso a los mayores nos pica el gusanillo de fieltrar, estampar en una miniprensita o probar un címbalo. Las temporales, actuaciones y talleres mantienen el sitio en ebullición: aunque repitas visita, siempre hay algo nuevo que pillar.
Sobre todo, el Néprajzi Múzeum se siente como una conversación entre pasado y presente, ciudad y campo, Hungría y el mundo. Un lugar perfecto para parar, mirar con calma y entender un poquito mejor qué nos hace tan maravillosamente humanos. Así que la próxima vez que termines de patear Hősök tere (Heroes’ Square) o te apetezca coger el pulso de la creatividad húngara, este es el sitio ideal para colarte y pasar unas horas tan sorprendentes como deliciosas.





