
El Országház se alza como un testimonio descomunal de ambición a orillas del Danubio, un gigante arquitectónico que no deja de sorprender a quienes llegan por casualidad al lado de Pest, en Budapest. Blanco, cúpulas de ensueño, este Parlamento tiene esa rareza de sentirse a la vez solemne y cercano, más como una gran obra de arte con invitación abierta que como un asiento del poder. Su fachada hacia el río, reflejada en las aguas lentas, parece esculpida para la foto perfecta. Pero eso es solo la piel. Cuanto más te acercas, más te atrapa: mezcla exuberancia neogótica con un sello húngaro muy suyo y relatos de más de un siglo de drama europeo.
La construcción del Országház comenzó en 1885, impulsada por el deseo nacional de celebrar el milenario de la fundación de Hungría. No fue casual: tras el Compromiso austrohúngaro, la identidad y la confianza húngaras pedían algo espectacular para brillar ante el mundo. Su creador, Imre Steindl, se inspiró en el Parlamento británico de Westminster, pero le dio un toque local: verás un eco de la grandeza londinense, sí, pero con torrecillas mediterráneas, cúpulas rojizas y una orgía de arcos apuntados, gárgolas y estatuas de antiguos gobernantes magiares. La historia de Steindl, además, tiene su punto de desgarro: se quedó ciego antes de ver terminada su obra maestra en 1904. A una le gusta imaginar que, aun así, la contempló con los ojos de la memoria.
La escala del Országház es casi teatral. El edificio se extiende por casi 18.000 metros cuadrados, con más de 690 salas, 10 patios y 27 puertas—aunque solo unas pocas se abren a las y los mortales de a pie. La joya interior es el Salón de la Cúpula, en el corazón del conjunto, coronado por una cúpula de 96 metros: el número guiña al año de la conquista magiar (896) y a los mil años de historia del país. Aquí descansan los grandes tesoros de la Hungría moderna: la Santa Corona de Hungría, con siglos a cuestas y custodiada con elegancia tras el cristal, parece reacia a delatar su edad. Sube la gran escalinata, una explosión de moqueta roja y mosaicos de techo minuciosos, recordando que cada superficie—hasta el tirador más humilde—puede esconder un símbolo o emblema de la tradición húngara.
Pese a los ecos de leyes y de intrigas reales, el Országház inspira una camaradería tranquila. Entre sus columnatas es fácil cruzarte con estudiantes húngaros leyendo al sol, una pareja enfrascada en un debate apasionado o gente que simplemente se detiene a mirar las 242 estatuas de la fachada: emperadores, gobernantes y figuras alegóricas, todas con túnicas de piedra ondeando eternamente en un viento misterioso. Los guías suelen sazonar sus relatos con anécdotas curiosas, como la costumbre local de que los bolígrafos ornamentales del salón parlamentario desaparezcan como piezas de colección: un suministro interminable de souvenirs gubernamentales.
Una esperaría que la sede del gobierno impusiera respeto a distancia, pero su presencia en la amplia plaza Kossuth Lajos forma parte de su encanto. Este edificio no se esconde del ritmo diario de Budapest: se deja empapar por sus amaneceres y sus nieblas, por las risas que resuenan y por el murmullo de las protestas primaverales. Desde sus escalinatas, la mirada se va a la ciudad vieja que trepa por la Colina del Castillo o, en sentido contrario, al rumor lejano de la vida en la Isla Margarita. Es difícil no sentir, de pie frente a él o dentro, que formas parte de un relato que se extiende desde las campañas medievales hasta los debates modernos: el diálogo que mantiene viva a Hungría.
Visitar el Országház no es solo una lección de historia, sino una muestra de cómo la arquitectura puede ser escenario de la política y, a la vez, un festejo duradero de la esperanza nacional: nunca exactamente igual que el día anterior, cambiando suavemente al compás del río. Ya sea una mirada fugaz o una visita guiada larga y sinuosa, este edificio recompensa tanto a las curiosas como a los contemplativos, invitando a cada viajera y viajero a encontrar su momento secreto entre sus muros cargados de historias.





