
Szépművészeti Múzeum, o como lo verás grabado en su imponente fachada, el Museum of Fine Arts, es de esos lugares en Budapest que mezclan palacio y cercanía con una facilidad increíble. No es solo la entrada porticada—que impone, vaya si impone—sino esa sensación de que dentro caben desde susurros de artesanos egipcios hasta brochazos valientes de El Greco o el aplomo sombrío de Rembrandt. Plantado en la monumental Plaza de los Héroes (Hősök tere), el Szépművészeti, como su colección, forma parte del relato de la ciudad.
Se construyó entre 1900 y 1906 bajo la batuta de los arquitectos Albert Schickedanz y Fülöp Herzog, casi como una declaración de Hungría: “aquí estamos” en la escena artística europea. Por fuera, neoclásico y majestuoso; por dentro, un laberinto de salas que invitan al recogimiento, como si pasearas por la biblioteca de un viejo monasterio, solo que aquí las historias están pintadas y esculpidas. La joya es la rotonda, con techos tan ricamente decorados que acabarás con tortícolis de mirar hacia arriba.
Hablemos de la colección, que para eso vienes. El museo te lleva desde el Antiguo Egipto hasta principios del siglo XX. ¿Te apetece cruzar miradas con una momia de 3.500 años? La sección egipcia está cuidada al detalle: sarcófagos solemnes, fragmentos de papiro y joyas finísimas. Al lado, las salas griegas y romanas no se quedan en bustos de emperadores; también muestran objetos cotidianos que te transportan, por un momento, a un mediodía mediterráneo. Y luego está el salón de escultura—un espacio luminoso y porticado inspirado en una basílica antigua—donde dioses y mortales de mármol te miran con una serenidad fría.
Las grandes estrellas cuelgan en las galerías de Maestros Antiguos. Leonardo da Vinci aparece de pasada (poseen un dibujo precioso, no un cuadro), pero el tesoro está en cada esquina. La colección española es una delicia, sobre todo si te pierde Goya y su humor negro y afilado, o los santos alargados y místicos de El Greco; es de las mejores de Centroeuropa, palabra. Más allá, te esperan retratos de Tintoretto, escenas bíblicas inquietantes de Pieter Bruegel, bodegones, paisajes y santos a montones. Y siempre hay sorpresa: doblas un pasillo y te topas a solas con una cabeza intensísima de Rembrandt, todo tierras, luces contenidas e introspección.
En la planta baja suelen reunirse pequeños corrillos frente a las exposiciones temporales: pueden ir desde fotografía moderna hasta bombazos temáticos como una rara muestra de Rafael. Si cuadra la agenda, caza alguno de esos eventos inmersivos que animan el museo tras el cierre, con música, charlas y arte en directo.
Aunque vengas solo a deambular en silencio, el Szépművészeti premia la curiosidad. Hay mil guiños arquitectónicos: un rincón con reliquias medievales extrañas, una ventana inesperada al verde de Városliget (City Park), un rayo de sol atrapando motas de polvo en una sala italiana callada. Probablemente te quedes más de lo previsto, pierdas la noción del tiempo y salgas parpadeando al sol, con antojo de café o de algo dulce en alguno de los grandes cafés de Budapest. Pero, sobre todo, te irás con la sensación de haber estado un rato frente a cosas bellas. Y eso, créeme, se queda contigo.





