
El castillo Wilczek (Wilczek-kastély), en el tranquilo pueblo de Erdőkürt, no es de esos lugares que te asaltan a primera vista: te susurra, te pica la curiosidad. No es una fortaleza hosca encaramada en una cumbre, ni presume del oro y el boato de los grandes palacios. La belleza del castillo Wilczek está en su elegancia discreta y en las historias que se filtran, muy suavemente, desde sus muros curtidos por el tiempo. Al subir por su avenida arbolada, se te olvida que estás a apenas una hora de Budapest. Es otro mundo, rodeado de parque, con un guiño a su pasado noble, pero más íntimo que señorial.
Para contar la historia del Wilczek-kastély hay que rebobinar hasta principios de 1800. Tras la ocupación turca y la calma de raíz Habsburgo que se asentó en el campo húngaro, familias acomodadas empezaron a echar raíces en lugares como Erdőkürt. Entra en escena la familia Wilczek, cuyo apellido aún corona el frontón sobre la puerta del castillo. Los Wilczek formaban parte de ese tapiz aristocrático austrohúngaro que entretejió tantas líneas por Europa Central. Su riqueza venía de la industria y la tierra, pero, a diferencia de algunos coetáneos que levantaron extravagancias altivas o fincas ostentosas, los Wilczek apostaron por la contención refinada. La casa señorial original se levantó hacia 1840 y fue creciendo poco a poco hasta alcanzar las proporciones armoniosas que vemos hoy.
Lo que más llama del Wilczek-kastély es cómo abraza el paisaje. Praderas impecables descienden suavemente hacia grupos de castaños y tilos centenarios. El castillo combina sin estridencias el neoclásico con el barroco tardío, con grandes ventanales de arco que inundan de luz sus estancias de techos altos. A lo largo de su historia conoció épocas tranquilas y otras turbulentas: sobrevivió a los vaivenes de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y también a los sobresaltos de la política húngara del siglo XX. Hay quien dice que los fantasmas del pasado aún rondan, incrustados en las tablas del suelo que crujen con generaciones de pasos.
Por dentro, el Wilczek-kastély no es un museo momificado. Las barandillas talladas y los estucos no están pulidos hasta la asepsia: tienen una dignidad vivida que invita a imaginar cómo sería aquello en días de bailes fastuosos y perezosas tardes de verano. La gran escalinata pide mirarla con calma: su pasamanos, bruñido por décadas de manos que se deslizaron, se abre a galerías con retratos familiares que se desvanecen en una elegante sepia. Si tienes suerte y pillas a los guías con ganas de charla, oirás historias de amores y pérdidas, de mecenazgos artísticos y de invitados excéntricos, algunos supuestamente cercanos al círculo del propio Franz Joseph.
Los terrenos de la finca son un mundo en sí mismos. Diseñados originalmente al estilo paisajista inglés, los jardines fluyen en líneas suaves y deliberadas alrededor del castillo. No hay aquí parterres milimétricos a lo Versalles, sino praderas serpenteantes salpicadas de flores silvestres, viejos huertos y robledales que ya han visto uno o dos siglos pasar. Hay un estanque casi secreto, refugio de garzas y de una sorprendente variedad de pájaros cantores. En las tardes de verano, el perfume de los tilos flota en el aire y el zumbido de las abejas parece detener el tiempo. Si llevas un libro o una libreta para dibujar, sobran rincones para acomodarte y dejar que el sosiego atemporal del lugar te cale.
Pero quizá lo más extraordinario del Wilczek-kastély no sea solo su encanto arquitectónico o su historia. Es la forma en que la comunidad local lo ha hecho suyo. Durante festivales y eventos culturales, el castillo se transforma en el epicentro de la vida del pueblo, resonando con risas, música y el aroma de los platos tradicionales húngaros. Hoy acoge desde conciertos de música clásica hasta exposiciones de arte, y se palpa el orgullo de los vecinos de Erdőkürt por mantener viva su herencia noble para que las próximas generaciones la descubran.
El Wilczek-kastély no es una reliquia del pasado: es un hilo vital en el tejido de la vida de Erdőkürt. Si te pierdes por el condado de Nógrád, no lo dejes pasar. Este castillo recompensa la mirada atenta, las tardes tranquilas y a cualquiera dispuesto a dejarse llevar por los entusiasmos suaves de la historia, la arquitectura y el ritmo constante de la Hungría rural. Espera, como siempre, a que el próximo visitante cruce su umbral y escriba su propio capítulo en su historia.





