
Si te pierdes por las calles empedradas del Castillo de Buda, lejos de las rutas más trilladas, puede que te llame la atención una puertita en la calle Táncsics Mihály. Detrás se esconde un conjunto serpenteante de salas con atmósfera propia: el Zenetörténeti Múzeum, o Museo de Historia de la Música. Es un tesoro silencioso, arropado por las sombras del monte Gellért y cargado con los ecos del pasado musical de Hungría. Entrar no se siente como abrir un archivo polvoriento, sino como hojear un cancionero antiguo, con las páginas suavizadas por tantas manos y siglos de melodías.
Una de sus joyas es la colección, auténtica y a menudo sorprendente, de instrumentos históricos. No es lo mismo ver un violín triste tras un cristal que plantarte delante de cítaras gastadas, gaitas populares, elegantes címbalos y hasta tubos de órgano que un día hicieron temblar las paredes de iglesias barrocas. Fascinan especialmente las piezas del siglo XIX, esa época en que la música húngara empezaba a forjar su identidad moderna. Por los pasillos resuenan nombres como Ferenc Liszt: aquí se exhiben efectos personales y pianos suyos, y casi puedes oír el brío poético de sus arpegios retumbando en las teclas que él mismo tocó.
Cada vitrina está montada con un respeto profundo por la música y la historia, desenredando los hilos que conectan a Béla Bartók y Zoltán Kodály con los flautistas campesinos de antaño, cuyas tonadas viajaban de oído de aldea en aldea. No te saltes los manuscritos: tinta de manos firmes de hace siglos, a veces apurada y otras tan pulcra y ornamentada que parece obra de un orfebre. Detente ante ellos, sobre todo ante las partituras originales de los compositores más queridos del país, y verás cómo la historia se vuelve tangible y urgente. Aquí la música no es solo estética: es identidad, rebeldía y una carta de amor a la patria.
Parte de la magia es el propio edificio. Esta residencia barroca bellamente restaurada es una reliquia más. Sus muros gruesos, puertas torcidas y vistas a la ciudad te anclan en la resiliencia y el encanto del viejo Buda. Cada sala guarda secretos. Aquí, carteles de conciertos anuncian recitales de hace cien años; allí, un modesto traje popular cuenta la vida de un pueblo donde el violín era sagrado. Si coincides con un concierto de cámara o una exposición temporal, notarás cómo el espacio late de nuevo: prueba de que la historia musical no es fósil, sino que crece y se propaga por caminos inesperados.
Y un gusto añadido: el museo casi nunca está masificado, y quienes lo cuidan son expertos apasionados, no guardias aburridos. Pregunta lo que quieras—una zanfona del XVII, un clarinete hecho a medida, o la tradición detrás de una partitura—y quizá acabes en una mini clase improvisada o escuchando una historia vibrante. Esa profundidad se debe a visionarios como Bence Szabolcsi, el musicólogo que en los años sesenta impulsó la creación del museo para que el patrimonio musical húngaro se conserve, se estudie y se celebre.
Si te tienta mirar el alma de un país sin filtros, este es el lugar que la abre de par en par. En el Zenetörténeti Múzeum no solo visitas una exposición: aceptas una invitación a escuchar con más atención, a trazar el linaje de las melodías y a entender lo íntimamente que la música se ancla a la memoria y al territorio. Seas música de profesión, oyente casual o simplemente curiosa por conocer Hungría más allá de sus grandes fachadas, regálate una tarde lenta aquí. Deja que las notas silenciosas se queden contigo.





