Esztergomi vár no es el típico castillo que se mimetiza con el paisaje: impone respeto desde su atalaya sobre el Danubio, a apenas una hora de la bulliciosa Budapest. Hungría está repleta de fortalezas espectaculares, pero esta tiene algo crudo y vibrante, como si cada piedra quisiera contarte otra historia. Al subir la colina y pasar las murallas defensivas, es casi imposible no imaginar los momentos clave de la historia húngara que se vivieron justo aquí.
El momento del día marca la experiencia. Si llegas temprano, con la niebla deslizándose sobre el río, el panorama se vuelve dramático, de pura épica medieval. A mediodía, el sol baña el castillo con un halo dorado, y desde lo alto alcanzarás a ver Štúrovo, en Eslovaquia. Lo que más intriga a muchos es que Esztergomi vár no es solo una fortaleza: es un cuento vivo. Nacido en el siglo X, se convirtió en la fortaleza de San Esteban I, el primer rey de Hungría, coronado aquí alrededor del año 1000. Imagina un tiempo en que los reyes gobernaban desde estos salones y las leyendas eran noticia local. Con los siglos, cada época lo fue transformando: de la sobriedad románica a los toques renacentistas más ornamentados, obra de mecenas como el obispo Tamás Bakócz. Incluso si la historia no es lo tuyo, el contraste de estilos es perfecto para perderse curioseando.
Dentro, entre patios porticados y escaleras que devuelven ecos, te invade una nostalgia amable. El Museo del Castillo ofrece destellos de vida cotidiana: mosaicos preciados, armaduras maltrechas y mármoles que han visto días mejores. Hay un encanto secreto en observar las paredes desconchadas pero firmes de la capilla palaciega, o asomarte por ventanales arqueados que enmarcan el poderoso Danubio. Cuesta recordar que esas mismas ventanas fueron, para defensores inquietos, vigías de enemigos al acecho. Un detalle favorito: desciende a la penumbra de los pasajes subterráneos, donde canteros medievales arañaron notas en los muros, a veces por puro aburrimiento.
Pero no te engañes: el castillo no está congelado en el tiempo. En los fines de semana de verano, el aire vibra con familias locales, peques que zigzaguean entre columnas, parejas que se regalan miradores infinitos y viajeros de todas partes intentando pronunciar “Esztergom” sin trabarse. Con suerte, verás una demostración de esgrima histórica o te toparás con un concierto de música clásica en algún patio. La vida diaria fluye aquí en pequeños y grandes gestos: un café sirve eszpresszó contundente bajo las murallas, y a lo lejos tintinean las campanas de la Basílica de Esztergom. Esa mezcla de modernidad casual y atmósfera antigua recuerda que la historia no está encerrada en vitrinas: respira a tu lado.
Quizá la recompensa más especial para quienes suben la vieja escalera de caracol hasta las terrazas superiores sea la vista: amplia, verde, irresistiblemente fotogénica. Parece que el río abraza el castillo en un silencio cómplice, mientras pueblecitos salpican el horizonte. De pie aquí, entiendes por qué Esztergomi vár ha inspirado a pintores, poetas y reyes. Puede que incluso sientas, por un instante, que formas parte de esa cadena de soñadores que se plantaron sobre estas mismas piedras antes que tú. 🏰
Si tus pasos te llevan a Hungría, salte del circuito más trillado y sube hasta Esztergom, dejando que la curiosidad te guíe por la historia serpenteante de este castillo. Los mejores recuerdos se encuentran lejos del ruido, especialmente en lugares donde los muros, literalmente, parecen respirar.
